Tenía once años cuando supe lo que era el sexo. Un DVD escondido entre ropa vieja y calcetines guachos. Una rubia bronceada y de piernas abiertas me miraba. Atrás de ella, un collage de escenas de sexo oral, lésbico y hetero. Qué chucha es esto. Escondí mi tesoro donde estaba y me puse a hacer mis quehaceres de niña pensando sin parar en la blonda dorada.
En el colegio le conté a mi mejor amiga del hallazgo. Ella ya sabía, tenía más expertiz que yo. O menos control parental. Me dijo que fuéramos a su casa después de clases, vivíamos muy cerca. Fuimos a su pieza y, en el PC que el gobierno le había dado, me mostró lo que era el sexo. Tenía conocimiento de varías páginas porno.
Pornografía. Recién ahí conocí la palabra. La sentí prohibida, sucia pero intrigante.
Me mostró videos y juegos retorcidos. Uno de ellos (de los juegos) era de secuestrar a una mujer y torturarla para después, violarla. Ella se sabía todas las técnicas, yo miraba curiosa. No entendía mucho, pero si sentía el miedo de estar haciendo algo indebido. Después de un rato de incomodidad le dije que mejor jugáramos Club Penguin.
Se volvió algo recurrente. Ella había visto en mi una complicidad para satisfacer su temprana sexualidad.
Luego de eso comencé a entender un montón de cosas. Ahora comprendía porqué todos mis compañeros hombres se sentaban en los recreos al final de la sala a ver videos en grupo. Risas y miradas nerviosas. Chistes misóginos que ni ellos entendían. Dibujos de penes, tetas y vulvas en los cuadernos, las mesas, los baños, sillas, etc.
Mi colegio era católico y de monjas.
(sigue)
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